Entre el rígido tentempié y las múltiples matrioshkas

Entre el rígido tentempié y las múltiples matrioshkas


Moscú no cree en lágrimas, ni en pasajeros retrasados. Cualquiera pierde un avión si se deja llevar por la grandeza de esta ciudad que a muchos nos recuerda la infancia. Infancia marcada por la antigua Unión Soviética. 

Desde pequeño escuchaba sobre los jóvenes que cruzaban el Atlántico para estudiar en la URSS, y como al regreso les acompañaban también una Matrioshka llena de colores. Desde pequeño me alimentaron el deseo de estar aquí.

Ahora en la Plaza Roja corroboro la magnitud arquitectónica de la catedral de San Basilio y la sobriedad del Palacio del Kremlin. A mi paso, turistas de todo el mundo confluyen caminando sobre los adoquines por donde mismo desfilaban aquellos militares que veía en mi antiguo televisor en blanco y negro. Hoy, in situ, las imágenes me recuerdan los muñequitos rusos y algunas canciones infantiles.

Los pirijots de la ciudad no me resultan ajenos, ¿cómo olvidar el Pirijot de Manuel, que en mi pueblo natal me ayudaba a transitar ante el paso de los autos Ladas y Moskvichs? En la ciudad de Holguín no habría mucho tráfico, pero teníamos Pirijot. 

Moscú, el tiempo y las épocas. Por momentos mi mente en Cuba y mi cuerpo aquí contemplando sus jardines floridos de primavera que dan paso al caluroso verano de rebajas en los grandes centros comerciales donde se venden marcas locales y extranjeras, viendo como la publicidad resalta a todo tamaño los eventos culturales, las próximas convenciones internacionales y las funciones del teatro Bolshói.

Al fin Moscú, una de mis ciudades soñadas. Hoy distinta y a la vez igual, con otros matices en su cotidianidad, con otro enfoque ante la vida. Moscú recupera el humanismo de los años pasados, construye desde el presente el futuro, en las calles la gente disfruta los olores y sabores típicos, las hamburguesas globales, la cerveza y el imprescindible vodka. 

Los moscovitas aprovechan las nuevas tecnologías y navegan por Internet a toda hora y en cualquier sitio como una ventana abierta al horizonte, al tiempo que me ahogo en la nostalgia de mis primeros años y me salva el sonido contundente del Carrillón del Kremlin. 

Termina el city tour en una tienda cercana que me vende un tentempié, pero yo compro Matrioshkas, que a pesar del tiempo siguen siendo exactas como el reloj que avisa la hora de salir corriendo al aeropuerto, para no perder el vuelo a otra ciudad soñada.